¿Por qué insiste el cine en meterse con Shakespeare? Para muchos se trata apenas de la mala conciencia causada por su carácter comercial y masivo: la adaptación de los grandes clásicos le daría un aura, o al menos un barniz, de cultura, de seriedad a un entretenimiento cuya condición de artístico nunca estaría libre de toda sospecha. Pero si es este el objetivo, ¿por qué no adaptar a Virgilio, a Dante, a Cervantes, a Milton con la misma fruición? Una primera respuesta sería postular simplemente que, si William Shakespeare viviera, sería guionista en lugar de dramaturgo. De hecho, puede decirse que Shakespeare inventó el cine –o, para ser menos efectistas y más precisos, digamos que inventó el lenguaje y el espectáculo cinematográficos– trescientos años antes de que la fotografía del movimiento y el celuloide lo hicieran técnicamente posible. Inventó el espectáculo (lo que es decir también el negocio), porque su teatro era –como no lo fue ningún teatro antes o después– un entretenimiento popular y cotidiano, para todas las clases y no limitado a festividades religiosas o celebraciones oficiales –exactamente lo que el cine ha sido desde sus inicios–. Inventó el lenguaje, con su alternancia a veces desenfrenada de momentos de acción y escenas íntimas o reflexivas (sus panorámicas y sus primeros planos, digamos); con la variedad de locaciones –desde la intimidad del dormitorio hasta los campos de batalla– y el manejo nada continuo de los tiempos; con la cantidad y variedad de personajes; y sobre todo con su manera de contar la historia en breves escenas, muchas veces poco más que cortes o inserts, antes que en largos actos continuos como en el teatro posterior. El teatro isabelino fue quizás el primer profético vagido de la moderna industria cultural de masas, y Shakespeare fue el primero en escucharlo. Carlos Gamerro