Entre lo abstracto y lo reconocible –apenas intuido–, entre estallidos pulsantes de luz, color y textura entreverados de oscuridad, entre la quietud del fotograma aislado y el movimiento que le imprime el proyector, entre la visceralidad y el rigor formal: el cine de Daïchi Saïto se mueve con soltura por los umbrales y los convierte en su hogar. Desde ahí se ha construido a lo largo de los últimos años una filmografía propicia para el oxímoron, pues sacude delicadamente a quien con ella se encuentra. Tras numerosas experiencias vitales (trabajar como obrero de la construcción en su Japón natal, estudiar filosofía, y aprender hindi y sánscrito en la India), Saïto desembocó en Montreal, y en el trabajo con el cine en soporte fotoquímico de la mano del colectivo Double Negative, del cual es cofundador –el dato es importante, pues el trabajo manual, en contacto directo con el material fílmico, es una parte esencial de sus películas–. Saïto venía de una larga relación con la literatura –se reconoce antes como bibliófilo que como cinéfilo–, abordando después el cine como una forma, según él mismo dice, de apartar el velo que el lenguaje construye a su alrededor para empezar a ver. Y, de paso, dejar al descubierto a través de sus películas todas las posibilidades latentes tras cada imagen. Saïto establece así una relación íntima con cada fotograma (que puede ser filmado y revelado a mano, o encontrado), que examina largamente y que luego es transformado usando herramientas como la copiadora óptica, el azar inherente a los procesos fotoquímicos, la repetición, las pausas, la ausencia de imagen, el montaje de la película y el trabajo con el sonido. El resultado solo puede ser experimentado con propiedad en una sala de cine. Sirva esta cascada de palabras vertidas sobre él, pues, como mera cortina que apartar para abandonarse a merced de estas películas de inefable y arrasadora potencia sensorial. Elena Duque