Existe una confusión. En muchos ciclos y libros diversos sobre Nuevo Cine Argentino hechos en el siglo XXI, adentro y afuera, suelen no estar las películas de Fabián Bielinsky. Quizás porque sus dos largometrajes son fuertemente narrativos, quizás porque está Ricardo Darín en ambos. O porque su alcance fue masivo. O tal vez no se incluya a Bielinsky por algo que puede causar un extraño temor y rechazo: la perfección de su trabajo. En los largometrajes de Bielinsky se ven certezas. Había, por supuesto, dudas a la hora de planear las películas: es decir, trabajo, pensamiento profundo acerca de cómo hacer las cosas, cómo escribir, cómo filmar. Bielinsky era el artista con capacidad (auto)crítica, y ponía eso a trabajar a pleno antes de empezar y de terminar de filmar y montar. En parte por eso hizo solamente dos largometrajes. Y porque murió, a los 47 años, en 2006. En el cine de Bielinsky había y hay capacidad para contar, emocionar, conmover, asombrar, seducir con armas clásicas pasadas por el filtro modernizador y osado del cine americano de los años setenta. Y eso sin dejar de hacer cine argentino, con ethos, logos y pathos locales. Cine argentino sin necesidad de pose, que de esta manera es cine universal. Y es nuevo –siempre lo será– porque son films clásicos, de los que se renuevan con cada mirada. Javier Porta Fouz
Esteban es un taxidermista que durante años ha planeado en su imaginación, una y otra vez, el robo perfecto. Tras ser invitado por uno de sus amigos a cazar en los bosques del sur argentino, se encuentra ante la oportunidad de concretar su tan ansiada obsesión.